[ Pobierz całość w formacie PDF ]
sí solo casi la mitad de la plaza mayor de Yonville. El ayuntamiento, construido según los
pianos de un arquitecto de Paris, es una especie de templo griego que hace esquina con la
casa del farmacéutico. Tiene en la planta baja tres columnas jónicas, y en el primer piso,
una galería cde arcos de medio punto, mientras que el tímpano que lo remata está
ocupado totalmente por un gallo galo que apoya una pata sobre la Carta(2) y sostiene con
la otra la balanza de la justicia.
Pero lo que más llama la atención es, frente a la posada del «León de (Oro», la farmacia
del señor Homais. De noche, especialmente, cuando está encendido su quinqué y los
tarros rojos y verdes que adornan su escaparate proyectan a lo lejos, en el suelo, las dos
luces de color, entonces, a través de ellas, como en luces de Bengala, se entrevé la
sombra del farmaceútico, de codos sobre su mesa. Su casa, de arriba abajo, está llena de
carteles con inscripciones en letra inglesa, en redondilla, en letra de molde: Aguas de
Vichy, de Seltz y de Barèges, jarabes depurativos, medicina Raspail, racahout(3),
pastillas Darcet, pomada Regnault, vendajes, baños, chocolates de régimen, etc. Y el ró-
tulo, que abarca todo to ancho de la farmacia, lleva en letras doradas: «Homais,
farmacéutico.» Después, al fondo de la tienda, detrás de las grandes balanzas precintadas
sobre el mostrador, se lee la palabra «laboratorio» por encima de una puerta acristalada
que, a media altura, repite todavía una vez más «Homais» en letras doradas sobre fondo
negro.
2. La Carta: acta constitucional de la Restauración (1814), revisada en 1830 por Luis -Felipe, que juró
sobre ella. El gallo y la carta son símbolos que suelen coronar los edificios públicos franceses.
3. Alimento hecho de harinas y féculas diversas, de los turcos y los árabes, y empleado también en
Francia en el siglo XIX.
Después, ya no hay nada más que ver en Yonville. La calle única, de un tiro de
escopeta de larga, y con algunas tiendas a uno y otro lado, termina bruscamente en el
recodo de la carretera. Dejándola a la derecha y bajando la cuesta de San Juan se llega
enseguida al cementerio.
Cuando el cólera, para ensancharlo, tiraron una pared y compraron tres acres de terreno
al lado; pero toda esta parte nueva está casi deshabitada, pues las tumbas, como antaño,
continúan amontonándose hacia la puerta. El guarda, que es al mismo tiempo enterrador
y sacristán en la iglesia, sacando así de los cadáveres de la parroquia un doble beneficio,
aprovechó el terreno vacío para plantar en él patatas. De año en año, sin embargo, su
pequeño campo se reduce, y cuando sobreviene una epidemia no sabe si debe alegrarse
de los fallecimientos o lamentarse de las sepulturas.
-¡Usted vive de los muertos. Lestiboudis! -le dijo, por fin, un día el señor cura.
Estas sombrías palabras le hicieron reflexionar; le contuvie ron algún tiempo; pero
todavía hoy sigue cultivando sus tubérculos, a incluso sostiene con aplomo que crecen de
manera espontánea.
Desde los acontecimientos que vamos a contar, nada, en realidad ha cambiado en
Yonville. La bandera tricolor de latón sigue girando en lo alto del campanario de la
iglesia; la tienda del comerciante de novedades sigue agitando al viento sus dos
banderolas de tela estampada; los fetos del farmacéutico, como paquetes de yesca blanca,
se pudren cada día más en su alcohol cenagoso, y encima de la puerta principal de la
posada el viejo león de oro, desteñido por las lluvias, sigue mostrando a los transeúntes
sus rizos de perrito de aguas.
La tarde en que los esposos Bovary debían llegar a Yonville, la señora viuda
Lefrançois, la dueña de esta posada, estaba tan atareada que sudaba la gota gorda
revolviendo sus cacerolas. Al día siguiente era mercado en el pueblo. Había que cortar de
antemano las carnes, destripar los pollos, hacer sopa y café. Además, tenía la comida de
sus huéspedes, la del médico, de su mujer y de su muchacha; el billar resonaba de
carcajadas; tres molineros en la salita llamaban para que les trajesen aguardiente; ardía la
leña, crepitaban las brasas, y sobre la larga mesa de la cocina, entre los cuartos de cordero
crudo, se alza ban pilas de platos que temblaban a las sacudidas del tajo donde picaban
espinacas. En el corral se oían gritar las aves que la criada perseguía para cortarles el
pescuezo.
Un hombre en pantuflas de piel verde, un poco marcado de viruela y tocado con un
gorro de terciopelo con borla de oro, se calentaba la espalda contra la chimenea. Su cara
no expresaba más que la satisfacción de sí mismo, y parecía tan contento de la vida como
el jilguero colgado encima de su cabeza en una jaula de mimbre: era el farmacéutico.
-¡Artemisa! -gritaba la mesonera-, ¡parte leña menuda, llena las botellas, trae
aguardiente, date prisa! Si al menos yo supiera qué postre ofrecer a los señores que
ustedes esperan. ¡Bondad divina! Ya están otra vez ahí los de la mudanza ha ciendo su
estruendo en el billar. ¡Y han dejado su carro en el portón! « La Golondrina» es capaz de
aplastarlo cuando llegue. ¡Llama a Hipólito para que lo coloque en su sitio!... Pensar que,
[ Pobierz całość w formacie PDF ]