do ÂściÂągnięcia - download - pobieranie - pdf - ebook

[ Pobierz całość w formacie PDF ]

de Ferraz, y, al llegar a la Montaña del Príncipe Pío, subieron por una
vereda estrecha, entre pinos recién plantados.
A oscuras anduvieron el Bizco y Manuel de un lado a otro, explorando
los huecos de la Montaña, hasta que la línea de luz que brotaba de una
142
Pío Baroja
rendija de la tierra les indicó una de las cuevas.
Se acercaron al agujero; salía del interior un murmulló interrumpido
de voces roncas.
A la claridad vacilante de una bujía, sujeta en el suelo entre dos
piedras, más de una docena de golfos, sentados unos, otros de rodillas,
formaban corro jugando a las cartas. En los rincones se esbozaban vagas
siluetas de hombres tendidos en la arena.
Un vaho pestilente se exhalaba del interior del agujero.
Temblaba la llama, iluminando a ratos, ya un trozo de la cueva, ya la
cara pálida de uno de los jugadores, y, al parpadear de la luz, las
sombras de los hombres se alargaban y se achicaban en las paredes
arenosas. De cuando en cuando se oía una maldición o una blasfemia.
Manuel pensó haber visto algo parecido en la pesadilla de una fiebre.
-Yo no entro -le dijo al Bizco.
-¿Por qué? -preguntó éste.
-Prefiero helarme.
-Haz lo que quieras. Yo conozco a uno de esos. Es el Intérprete.
-¿Y quién es el Intérprete?
-El capitán de los golfos de la Montaña.
A pesar de estas seguridades, Manuel no se decidió.
-¿Quién está ahí? -se oyó que preguntaban de dentro.
-Yo -contestó el Bizco.
Manuel se alejó de allá a todo correr. Cerca de la cueva había dos o tres
casuchas reunidas, con un corral en medio, cercadas por una tapia de
pedruscos.
Era aquello, según el nombre irónico puesto por la golfería, el Palacio
de Cristal, nido de palomas torcaces de bajo vuelo que garfaban en el
cuartel de la Montaña, y a las cuales, por la noche, acompañaban
gavilanes y gerilfaltes amigos.
El paso del corral estaba cerrado por una puerta de dos hojas.
Manuel la examinó por ver si cedía, pero era fuerte, y blindada con
latas extendidas y claveteadas sobre esteras.
Pensó que allí no habría nadie, e intentó saltar la tapia; subió sobre el
muro bajo de cascote y al ir a pasar, se enredó en un alambre, cayó una
piedra de la cerca al suelo, comenzó a ladrar un perro con furia y se oyó
de dentro una maldición.
Manuel pudo convencerse de que el nido no estaba vacío, y huyó de
allá. En un hueco, algo resguardado de la lluvia, se metió y se acurrucó
a dormir.
Era de noche aún cuando se despertó tiritando de frío, temblando de
la cabeza a los pies. Echó a correr para entrar en reacción; llegó al paseo
de Rosales y dio varias vueltas arriba y abajo.
La noche se le hizo eterna.
143
La lucha por la vida I. La busca
Dejó de llover; a la mañana salió el sol; en un agujero abierto en la
pendiente del terraplén, Manuel se guareció. El sol comenzaba a calentar
de manera deliciosa. Manuel soñó con una mujer muy blanca y muy
hermosa, con cabellos de oro. Se acercó a la dama, muerto de frío, y ella
le envolvió con sus hebras doradas y él se fue quedando en su regazo
agazapado dulcemente, muy dulcemente...
VI
El señor Custodio y su hacienda - A la busca
...Y dormía con el más dulce de los sueños, cuando una voz áspera le
trajo a las amargas e impuras realidades de la existencia.
-¿Qué haces ahí, golfo? -le dijeron.
-¡Yo! -murmuró Manuel, abriendo los ojos y contemplando a quien le
hablaba-. Yo no hago nada.
-Sí; ya lo veo, ya lo veo.
Manuel se incorporó; tenía ante sí un viejo de barba entrecana y
mirada adusta, con un saco al hombro y un gancho en la mano. Llevaba
el viejo gorra de piel, una especie de gabán amarillento y bufanda rojiza,
arrollada al cuello.
-¿Es que no tienes casa? -preguntó el hombre.
-No, señor.
-¿Y duermes al aire libre?
-Como no tengo casa...
El trapero se puso a escarbar en el suelo, sacó algunos trapos y
papeles, los guardó en el saco y, volviendo a mirar a Manuel, añadió:
-Más te valdría trabajar.
-Si tuviera trabajo, trabajaría; pero como no tengo... a ver... -y Manuel,
harto de palabras inútiles, se acurrucó para seguir durmiendo.
-Mira... -dijo el trapero- ven conmigo. Yo necesito un chico... te daré de
comer.
Manuel miró al viejo, sin contestar anda.
-Conque ¿quieres o no? Anda, decídete.
Manuel se levantó perezosamente. El trapero subió la cuesta del
terraplén con el saco al hombro, hasta llegar a la calle de Rosales, en
donde tenía un carrito, tirado por dos burros. Arreó el hombre a los
animales, bajaron el paseo de la Florida, y después, por el de los
Melancólicos, pasaron por delante de la Virgen del Puerto y siguieron la
ronda de Segovia. El carro era viejo, compuesto con tiras de pleita, con
su chapa y su número, y estaba cargado con dos o tres sacos, cubos y
espuertas.
145
La lucha por la vida I. La busca
El trapero, el señor Custodio, así dijo él que se llamaba, tenía facha de
buena persona.
De cuando en cuando recogía algo en la calle y lo echaba en el carro.
Debajo del carro, sujeto por una cadena y andando despacio, iba un
perro con lanas amarillas, largas y lustrosas, perro simpático que, en su
clase, le pareció a Manuel que debía ser tan buena persona como su
amo.
Entre el puente de Segovia y el de Toledo, no muy lejos del .comienzo
del paseo Imperial, se abre una hondonada negra con dos o tres chozas
sórdidas y miserables. Es un hoyo cuadrangular, ennegrecido por el
humo y el polvo del carbón, limitado por murallas de cascote y montones
de escombros.
Al llegar a los bordes de esta hondonada, el trapero se detuvo e indicó
a Manuel una casucha próxima a un Tío Vivo roto y a unos columpios, y
le dijo:
-Esa es mi casa; lleva el carro ahí y vete descargando. ¿Podrás?
-Sí; creo que sí.
-¿Tienes hambre?
-Sí, señor.
-Bueno; pues dile a mi mujer que te dé de almorzar.
Bajó Manuel con el carro hasta la hondonada por una pendiente de
escombros. La casa del trapero era la mayor de todas y tenía corral y un
cobertizo adosado a ella.
Se detuvo Manuel a la puerta de la casucha; una vieja le salió al
encuentro.
-¿Qué quieres tú, chaval? -le dijo-. ¿Quién te manda venir aquí?
-El señor Custodio. Me ha encargado que me diga usted dónde tengo
que dejar lo que va en el carro.
La vieja le indicó el cobertizo.
-Me ha dicho también -agregó el muchacho- que me dé usted de
almorzar.
-¡Te conozco, lebrel! -murmuró la vieja.
Y después de refunfuñar durante largo rato y de esperar a que Manuel
descargara el carro, le dio un trozo de pan y de queso. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • goeograf.opx.pl