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en el interior. No tenía rejas, y las cortinas de seda estaban recogidas a ambos lados con cordones de
satén. Luego vio una habitación con las paredes cubiertas de oscuros tapices de terciopelo. El
suelo estaba lleno de alfombras. Había bancos de pulido ébano y una tarima de marfil llena de
pieles.
Estaba a punto de continuar el descenso cuando oyó que alguien se acercaba por la calle que había
debajo. Antes de que el desconocido doblara la esquina y lo viera en la escalera, Conan entró por la
ventana de la casa dando un ligero salto y cayó suavemente en la habitación, al tiempo que
desenvainaba la cimitarra. Permaneció por un instante inmóvil como una estatua. Luego, como no
ocurría nada, avanzó sobre las alfombras en dirección a una puerta en forma de arco. En ese
momento, una de las cortinas se abrió, dejando al descubierto una alcoba llena de cojines, desde la
cual una muchacha esbelta y de negros cabellos lo contemplaba con ojos lánguidos.
Conan la miró fijamente, esperando que la joven gritara. Pero tan sólo bostezó, llevándose a la
boca una mano delicada, luego se puso en pie y se apoyó, con ademán negligente, contra la cortina
que sostenía con una mano.
La mujer pertenecía sin duda a la raza blanca, aunque su piel era oscura. Su melena cuadrada era
negra como la noche y su única vestimenta era una diáfana túnica de seda que le marcaba las
caderas.
La mujer dijo algo en una lengua que Conan no conocía, lo que el cimmerio le hizo saber con un
gesto de la cabeza. La joven bostezó otra vez, se estiró como un gato perezoso y, acto seguido, sin
dar muestras de temor ni sorpresa, comenzó a hablar en una lengua que él entendía; se trataba de un
dialecto yuetshi que sonaba extra amente arcaico.
-¿Buscas a alguien? -preguntó con indiferencia, como si el hecho de que un desconocido armado
invadiera su alcoba fuera la cosa más natural del mundo.
-¿Quién eres? -preguntó a su vez Conan.
-Soy Yateli -respondió la mujer, lánguidamente-. Debí de estar de fiesta hasta muy tarde anoche,
porque tengo mucho sue o. ¿Quién eres tú?
-Yo soy Conan, atamán de los kozakos -respondió el cimmerio observando detenidamente a la
muchacha.
Conan creía que la actitud de la joven era una pose y que de un momento a otro intentaría huir o
alarmar con sus gritos a toda la casa. Pero aunque a su lado colgaba un grueso cordón de terciopelo,
que seguramente pertenecía a una campanilla de llamada, la joven no hizo el menor movimiento.
-Conan -repitió somnolienta-. No eres dagonio. Supongo que eres un mercenario. ¿Has cortado la
cabeza de muchos yuetshi?
-¡Yo no combato contra ratas de agua! -gru ó Conan.
-Pues son terribles -murmuró la muchacha-. Recuerdo cuando eran nuestros esclavos. Pero se
rebelaron, incendiaron las casas y asesinaron a nuestras gentes. Solamente la magia de Khosatral
Khel los mantuvo alejados de las murallas...
La joven hizo una pausa. En sus ojos había sue o y confusión. Luego agregó en un susurro:
-Lo olvidaba... Treparon por las murallas ayer por la noche. Hubo gritos y fuego, y la gente llamaba
en vano a Khosatral.
Se detuvo, sacudió la cabeza como para despejarse y luego agregó:
-Pero eso no puede ser, porque estoy viva y creí que estaba muerta. ¡Oh, al diablo con todo esto!
Cruzó la habitación y, tomando a Conan de la mano, lo condujo hacia la tarima. El cimmerio la
siguió asombrado e indeciso. La muchacha le sonreía como una ni a somnolienta. Sus largas
pesta as sedosas se cerraron sobre sus oscuros ojos empa ados. Luego pasó sus dedos por los
abundantes cabellos negros de Conan, como si quisiera asegurarse de que era real.
-Fue un sue o -dijo bostezando-. Tal vez todo haya sido una pesadilla. Ahora mismo me siento
como en un sue o, pero no me importa. Hay algo que no puedo recordar..., lo he olvidado..., es algo
que tampoco puedo entender, pero cuando trato de pensar, comienzo a tener sue o. De todos
modos, no importa.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Conan desasosegado-. ¿Dices que anoche treparon por las
murallas? ¿Quiénes?
-Los yuetshi. Eso creo. Una nube de humo lo ocultaba todo, pero un diablo desnudo y manchado de
sangre me cogió por la garganta y me clavó un cuchillo en el pecho. ¡Oh, me duele mucho! Pero
seguramente fue un sue o porque, mira... no hay ninguna cicatriz.
La joven se miró el pecho y luego se sentó sobre las rodillas de Conan y rodeó su grueso cuello con
sus suaves brazos.
-No puedo recordar -murmuró, apoyando su cabeza en el ancho pecho de Conan-. Veo todo
rodeado de bruma. No importa. Tú no eres un sue o. Eres fuerte. Vivamos mientras podamos.
¡Ámame!
Conan apoyó la cabeza de la joven sobre uno de sus brazos y la besó con pasión en la boca.
-Eres fuerte -repitió ella en voz baja-. Ámame..., ámame...
Las últimas palabras de la joven no fueron más que un murmullo casi ininteligible. Sus ojos
oscuros se cerraron y sus enormes pesta as cayeron sobre sus sensuales mejillas. El ligero cuerpo
de la muchacha se relajó entre los brazos de Conan.
El gigantesco cimmerio la miró con curiosidad. Parecía formar parte de la ilusión que embrujaba a
toda la ciudad, pero la carne firme que tenía entre sus manos acariciadoras lo convenció de que en
sus brazos había un ser humano y no la sombra de un sue o. Un tanto preocupado, dejó a la joven
sobre las pieles de la tarima. Su sue o era demasiado profundo como para ser natural. Conan pensó
que quizá fuera adicta a alguna droga, posiblemente al loto negro de Xuthal.
Entonces descubrió algo que lo dejó atónito. Entre las pieles de la tarima había una que era
maravillosa, moteada y de un tono predominantemente dorado. No se trataba de una falsificación
bien hecha, sino de una auténtica piel. Y Conan estaba seguro de que el animal al que había
pertenecido esa piel estaba extinguido hacía por lo menos mil a os. Se trataba del enorme leopardo
dorado que aparecía tanto en las leyendas hiborias y que los antiguos artistas pintaban y tallaban en
sus obras de arte.
Conan sacudió la cabeza desconcertado, atravesó la arcada y penetró en un sinuoso pasillo. El
silencio reinaba en toda la casa, pero oyó un ruido en el exterior que en seguida reconoció como el
de algo que ascendía por la escalera de la pared por la que él había entrado en el edificio. Un
momento después oyó que algo caía pesadamente al suelo de la habitación. Conan se dio media
vuelta y avanzó rápidamente por el corredor hasta que algo que vio en el suelo lo obligó a
detenerse.
Era un cuerpo humano que yacía tendido entre el vestíbulo y una abertura que, al parecer, estaba
habitualmente oculta por una puerta, que era un duplicado de los paneles que había en la pared. Se
trataba de un hombre delgado y de piel oscura, que llevaba tan sólo un taparrabos; tenía la cabeza
rapada y una expresión cruel en el rostro. Yacía tendido como si la muerte lo hubiera sorprendido al
salir del panel. Conan se inclinó sobre él para buscar la causa de su muerte y descubrió que estaba
simplemente sumido en el mismo sue o profundo que la muchacha de la otra habitación.
¿Por qué habría elegido ese lugar para dormir? Mientras meditaba acerca de ello, Conan se
sobresaltó por un ruido. Algo avanzaba por el corredor en dirección a él. Una rápida mirada fue
suficiente para comprobar que el corredor terminaba en una enorme puerta, que posiblemente
estuviera cerrada. El cimmerio apartó el cuerpo del hombre y avanzó, cerrando el panel a sus
espaldas. Un sonido metálico le indicó que había cerrado bien el panel. Estaba de pie en plena
oscuridad cuando oyó un ruido de pasos que se detuvieron al lado de la puerta. Sintió un escalofrío.
Aquellos no eran pasos humanos ni pertenecían a ningún animal conocido por él.
Hubo un momento de silencio, y después se oyó el débil sonido de la madera y el metal. Extendió
una mano y sintió que la puerta cedía hacia el interior, como si un formidable peso la empujara
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