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maniquíes. Las miró atentamente, pero luego desaparecieron. Otras criaturas más grandes, que se movían mucho
más despacio, parecieron surgir justo desde debajo de la superficie de arena, al tiempo que una nube de algo negro
se cernía sobre ellas, siguiéndolas mientras las figuras se abrían paso pesadamente sobre el desierto.
Elric empezaba a aprender que, al menos en esta parte del Desierto Susurrante, lo que parecía una extensión
desolada y sin vida no lo era en realidad. Confiaba en que las grandes criaturas que había detectado no consideraran
al hombre como una presa a la que valiera la pena cazar.
Volvió a experimentar la sensación de que algo se movía tras él; se volvió de repente y creyó distinguir un
relampagueo de algo amarillo, quizá una capa, que desapareció tras un ligero recodo a su espalda. Sintió la
tentación de detenerse, de descansar durante una hora o dos antes de continuar, pero ansiaba llegar cuanto antes al
Oasis de la Flor de Plata. Disponía de poco tiempo para lograr su objetivo y regresar con la Perla a Quarzhasaat.
Olfateó el aire. La brisa trajo consigo un nuevo olor. De no ser por su experiencia, habría podido pensar que
alguien estaba quemando desperdicios de cocina; era el mismo olor acre. Entonces, miró a lo lejos y detectó un
débil hilillo de humo. ¿Estaban los nómadas tan cerca de Quarzhasaat? Tenía entendido que no les gustaba
acercarse a menos de cien millas o más de la ciudad, a menos que tuvieran razones específicas para hacerlo así. Y si
había gente acampada por aquí, ¿por qué no plantaban sus tiendas más cerca del camino? No le habían dicho nada
acerca de la existencia de bandidos, por lo que no temía ningún ataque, pero no por ello dejó de sentir curiosidad,
aunque continuó la marcha con cierto recelo.
Los bancos de arena volvieron a elevarse y le bloquearon la visión del desierto, pero el hedor se hizo cada vez
más fuerte hasta que le resultó casi insoportable. Sentía como si aquello se le aferrara a los pulmones. Empezaron a
llorarle los ojos. Era un hedor de lo más nocivo, casi como si alguien estuviera quemando cadáveres putrefactos.
Los muros de arena volvieron a descender, hasta que pudo ver por encima de ellos. A menos de una milla de
distancia, por lo que era capaz de juzgar, vio unas veinte delgadas columnas de humo, ahora más oscuro, mientras
que otras nubes bailoteaban y zigzagueaban a su alrededor. Empezó a sospechar que se había encontrado con una
tribu que mantenía encendidos sus fuegos de cocina mientras viajaban en carromatos de alguna clase. Sin embargo,
resultaba difícil imaginar qué clase de carromatos podrían cruzar con facilidad las profundas dunas. Y, una vez
más, se preguntó por qué no se habían instalado más cerca del Camino Rojo.
Aunque se sentía impulsado a investigar, sabía que sería una estupidez alejarse del camino. Podría perderse y
hallarse en peor situación que cuando Anigh lo encontró, hacía días, en el extremo más alejado de Quarzhasaat.
Estaba a punto de desmontar para dejar descansar durante una hora la mente y la vista, si no su cuerpo, cuando
la duna más cercana a él empezó a agitarse y temblar, y grandes grietas aparecieron en ella. El terrible hedor de lo
que se quemaba se acercó más y tuvo que aclararse la garganta y toser para librarse del olor nauseabundo, al tiempo
que su caballo empezaba a relinchar y se negaba a obedecer mientras Elric intentaba obligarlo a seguir adelante.
De repente, un conjunto de criaturas se interpuso directamente en su camino, surgiendo de los huecos recién
abiertos en los bancos de arena. Se trataba de los seres a los que había tomado por hombres diminutos. Ahora que
los veía desde más cerca se dio cuenta de que se trataba de una especie de ratas, pero que corrían sobre largas patas
traseras, con las delanteras más cortas y levantadas contra el pecho, y un rostro alargado y gris, lleno de agudos y
pequeños dientes, con enormes orejas que les hacía parecer como criaturas voladoras a punto de abandonar el suelo.
Percibió grandes crujidos y rumores. Un humo negro cegó a Elric y el caballo retrocedió. Vio una figura que
surgió de entre las dunas rotas, un cuerpo macizo, con el color de la carne, que caminaba sobre una docena de patas
y unas mandíbulas que castañeteaban sobre las ratas a las que cazaba y que, indudablemente, eran su presa natural.
Elric dejó que el caballo siguiera su camino y se volvió para ver mejor a la criatura que sólo creía pudiera existir en
los tiempos más antiguos. Había leído algo sobre la existencia de tales bestias, pero estaba convencido de que ya se
habían extinguido. Se las conocía con el nombre de escarabajos de fuego. Debido a un extraño truco de la biología,
estos escarabajos gigantescos secretaban charcos aceitosos en sus pesados caparazones. Estos charcos, expuestos a
la luz del sol y a las llamas que ya ardían en otros lomos, se encendían de modo que a veces había hasta veinte
lugares encendidos al mismo tiempo sobre otros tantos lugares de los impenetrables caparazones de las bestias, que
sólo se extinguían cuando éstas se introducían en lo más profundo de la arena durante su período de apareamiento.
Eso era lo que había visto en la distancia.
Los escarabajos de fuego habían salido de caza.
Ahora, se movieron con una terrible velocidad. Por lo menos una docena de los gigantescos insectos se
desplazaban hacia el camino, y Elric se dio cuenta, horrorizado, de que tanto él como su caballo estaban a punto de
verse atrapados por un movimiento de envolvimiento destinado a atrapar a los hombres-rata. Sabía que los
escarabajos de fuego no discriminarían en lo que se refería a su consumo de carne, y que podría ser devorado por el
más puro accidente por una bestia que no solía hacer presa en los hombres. El caballo continuó encabritándose y
bufando y sólo dejó caer todos los cascos sobre el terreno cuando Elric recuperó el control sobre él. Desenvainó a
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