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el obispo o en contra de su opinión. Había exagerados que opinaban que un impío como aquél,
cuyas doctrinas era tan importante confundir, debería ser juzgado directamente por el tribunal
romano del Santo Oficio, y que sería oportuno enviarlo bien custodiado a que reflexionara en
alguno de los calabozos del convento de Santa Maria sopra Minerva, en Roma. Las gentes
sensatas, en cambio, tenían interés en que se juzgara allí mismo al descreído nacido en Brujas y
que había regresado con nombre falso a la ciudad, donde su presencia en el seno de una piadosa
comunidad había favorecido los desórdenes. Aquel Zenón que había pasado dos años en la corte
de Su Majestad de Suecia acaso fuera un espía de las potencias del Norte; no había que olvidar
que en otros tiempos había vivido en tierras del Turco infiel; se trataba de saber si había o no
apostatado, como aseguraban ciertos rumores. Empezaba uno de esos procesos de cargos
múltiples que amenazan con durar años y sirven de absceso de fijación a los humores de una
ciudad.
Con toda esta algarabía, las acusaciones que habían provocado la detención de Sébastien
Théus pasaban a un segundo término. El obispo, opuesto por principio a los cargos de magia,
despreciaba la historia de los filtros de amor, que le parecían verdaderas pamplinas, pero algunos
de los magistrados burgueses creían en ello firmemente, y para el pueblo llano, lo más
importante del asunto estaba ahí. Poco a poco, como en todos los procesos que durante algún
tiempo enloquecen a los papanatas, veíase dibujarse en dos planos dos asuntos extrañamente
dispares: la causa tal como se les aparece a los hombres de Ley y a la gente de Iglesia, cuyo
oficio es juzgar, y la causa tal como la inventa la plebe, que desea a toda costa monstruos y
víctimas. El teniente encargado de las diligencias contra el criminal había eliminado en seguida
las relaciones con el grupito adámico y beatífico de los Ángeles; las imputaciones de Cyprien
eran contradichas por los otros seis inculpados; éstos sólo conocían al médico por haberlo visto
bajo los arcos del convento o en la rue Longue. Florián se jactaba de haber conquistado a Idelette
sólo con promesas de besos, de músicas dulces y de juegos al corro cogidos de la mano, sin
necesitar para nada la raíz de mandrágora; incluso el crimen de Idelette invalidaba el cuento de la
poción abortiva, que la muchacha juraba santamente no haber solicitado nunca, ni haber tenido
tampoco que rechazar; finalmente, y más a su favor aún, Florián opinaba de Zenón que era un
hombre ya entrado en años, que se daba a la brujería, ciertamente, pero que siempre fue hostil
por malevolencia a los Ángeles y que había querido separar de ellos a Cyprien Lo más que se
podía sacar de aquellos dichos poco coherentes era que el supuesto Sébastien Théus se había
enterado por su enfermero de algunas de las cosas que sucedían en los baños, sin haber cumplido
con su deber, que era denunciarlas.
Una intimidad condenable entre él y Cyprien seguía siendo plausible, pero la gente del
barrio ponía al médico por las nubes hablando de sus buenas costumbres y virtudes. Incluso
resultaba algo sospechosa una reputación tan sin par. Investigaron sobre ese punto de sodomía,
que irritaba la curiosidad de los jueces: a fuerza de buscar, creyeron encontrar al hijo de uno de
los enfermos de Jean Myers con quien el inculpado había tenido amistad al principio de su
estancia en Brujas; no siguieron adelante en las investigaciones por respeto a la buena familia de
aquel joven caballero conocido por su apostura y que residía desde hacía tiempo en París, en
donde acababa sus estudios. Aquel descubrimiento hubiera hecho reír a Zenón: las relaciones
entre ambos se habían limitado a intercambiarse libros. Si había existido un trato más íntimo, no
quedaba ninguna huella. Pero el filósofo había preconizado con frecuencia en sus escritos la
experimentación con los sentidos y la realización de todas las posibilidades del cuerpo, y los más
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