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centro de maldad tosca y cínica degradación, concluía la calle en la gran plaza
de San Francisco, plaza irregular y entre larga, pero que conserva los edificios
que la hacen la plaza más considerable de la insigne decana de Andalucía. A la
derecha se ostentan las casas capitulares, cuya preciosa arquitectura es tenida
por los naturales y forasteros por una de las galas de la joyera de Sevilla, lo cual
no obsta a que por dos veces se haya pretendido derribarlas en estos días por
los vándalos de la ilustración, a los cuales tenemos por más destructores que los
de la barbarie. A la izquierda, formando un ángulo saliente, se presenta el
regular y severo edificio de la Audiencia, ese tribunal a quien da su poder
omnímodo la justicia, y que corona como una estrella de clemencia su reló que
atrasa diez minutos, respetable ilegalidad, porque esos diez minutos más de
vida se dan al reo antes de señalar la hora cruel de su esterminio; que todas las
leyes y costumbres de la vieja España llevan el sello de la caridad: diez minutos
no son nada para el que pasea tranquilo por la senda de la vida; ¡pero son tanto
para el que va a morir! Diez minutos en el umbral de la muerte pueden decidir
del fallo sobre la eternidad; diez minutos podría retardarse un inesperado, pero
posible indulto. Pero aunque no existiesen estas consideraciones espirituales y
temporales, aunque ese grave acuerdo de nuestros mayores no fuese sino la
limosna de diez minutos de vida concedida al que va a morir, esta limosna
siempre probaría que aun a sus más severos fallos supieron aquellos jueces
católicos imprimir un sello de caridad. Así lo reconoce el pueblo que sabe y tiene
en mucho esta institución, que es una de las que más reverencia. ¡Oh, España!
¡qué ejemplos has dado al mundo en todos ramos, tú que hoy se los pides a los
estraños!!!
A un lado del ayuntamiento, formando ángulo entrante, se halla el convento
de San Francisco, con su gran compás y su grandiosa iglesia. Los demás
frentes de la plaza los forman portales, que, como antiguos festones de piedra,
guarnecen los costados de la plaza, la que en el estremo opuesto al que al
principiar mencionamos, tiene una gran fuente de mármol, cuyas aguas son tan
constantes y duraderas en su corriente como el recipiente en su materia.
Veíase aquel día la plaza de San Francisco y sus calles adyacentes cubiertas
de una inusitada multitud de gentes. ¿Qué las reunía? ¿A qué iban allí? ¡A ver
morir a un hombre! Pero no; no a ver morir, sino a ver matar a su hermano.
¡Morir! morir es solemne, pero no horrible, cuando el ángel de la muerte es el
que cierra suavemente los ojos ya quebrados de la criatura, y da así alas al alma
para elevarse a otras regiones. Pero ver matar, matar por mano del hombre en
la congoja del espíritu, en la agonía del alma, en las torturas del sufrimiento; esto
espanta. ¡Y van, y se apresuran y se atropellan para estar cercanos al suplicio
del atentado legal! Pero no es el placer, ni la curiosidad, la que atrae allí a
aquella multitud azorada; es esa funesta ansia de emociones que siente el
contradictorio corazón humano; esto se lee en aquellos rostros a la vez pálidos y
ansiosos.
Un murmullo sordo corría por aquella apiñada muchedumbre, en medio de la
cual se alzaba ese gran esqueleto, ese pilar de vergüenza, de la agonía, ese
usurpador de la misión de la muerte, ese solar del abandono que sólo arrostra el
sacerdote; el estremecedor cadalso, que se construye de noche a la mustia luz
de linternas, porque los hombres que lo alzan tienen vergüenza de que los vea
el sol de Dios, y los miren sus semejantes. Esta muchedumbre se estremecía a
intervalos al oír la lúgubre campana de San Francisco doblar por un vivo, que ya
sólo existía para Dios, ¡pues el mundo lo había borrado de la lista de los
vivientes! Doblaba tan profundamente triste, cual si esta voz de la iglesia, a la
vez de subir a Dios en súplica encomendándole un alma, bajase como sentida y
grave amonestación a los mortales; así toda aquella asombrosa solemnidad que
con el aire se respiraba y oprimía el pecho, parecía decir: ¡morid, culpables,
morid en sacrificio espiatorio, por esta humanidad pecadora y también
degradada...!
Sólo la fuente, pura y limpia, seguía tranquila con su clara voz, su suave y
monótona cantinela, ajena, cual la niñez y cual la inocencia, a los horrores de la
tierra. ¡Oh, inocencia, emanación del paraíso, que aún respiran en nuestra
corrompida atmósfera los niños y aquellos seres privilegiados que tienen, como
la Fe, una venda sobre los ojos para creer sin ver, y otra sobre el corazón para
ver y no comprender; que tienen, como la Caridad, el corazón en la mano, y
como la Esperanza, los ojos fijos en el cielo; cérquente siempre el respeto, el
amor y la admiración, que, como hija del cielo, mereces!
Existen dos clases de caridad; la una es la que alivia los padecimientos
materiales, materialmente y con dinero: esa es bella y generosa, pero fácil y [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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