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matizado por la confusión emocional, casi histérica. Uno de los pacientes del hospital...
Instantáneamente, los pensamientos de todos los demás se acercaron a ella,
tranquilizándola, con una actitud cálida, llena de amistad y comodidad. Hasta Burkhalter
tuvo tiempo para enviar un claro pensamiento de unidad. Reconoció, entre los demás, la
fría y competente personalidad de Duke Heath, el sacerdote-médico Calvo, con sus
sutiles gradaciones psicológicas que sólo podían ser sentidas por otro telépata.
Es Selfridge, le dijo Heath a la mujer, mientras los otros Calvos escuchaban. Sólo está
bebido. Creo que yo estoy mas cerca, Burkhalter. Ya voy.
Un helicóptero giró allá arriba, llevando tras él, oscilantes, los planeadores de
transporte, estabilizados por sus giróscopos. Se elevó sobre la cadena montañosa
occidental y se dirigió hacia el Pacífico. A medida que el zumbido de su motor se iba
debilitando, Burkhalter pudo escuchar el apagado rugido de la catarata, valle arriba. Era
vívidamente consciente de la blancura espumosa del agua, cayendo del elevado risco; de
las laderas de las colinas que rodeaban Sequoia, llenas de pinos, abetos y secoyas; del
ruido distante de la fábrica de celulosa. Enfocó el pensamiento hacia estas cosas limpias
y familiares para librarse de la enfermiza suciedad que soplaba desde la mente de
Selfridge hasta la suya. Entre los Calvos, la sensibilidad y sensitividad iban cogidas de la
mano, y Burkhalter se había preguntado más de una vez cómo se las arreglaba Duke
Heath para conservar su equilibrio a la vista del trabajo del hombre entre los pacientes
psiquiátricos del hospital. La raza de los Calvos había evolucionado demasiado
rápidamente; no eran agresivos, pero la supervivencia de la raza dependía de la
competencia.
Está en la taberna, dijo el pensamiento de una mujer. Automáticamente, Burkhalecr se
apartó del mensaje; sabía muy bien de qué mente procedía. La lógica le dijo
instantáneamente que la fuente no importaba... al menos en esta ocasión. Barbara Pell
era una paranoide; en consecuencia, un enemigo. Pero tanto los paranoides como los
Calvos estaban desesperadamente ansiosos por evitar una ruptura abierta. Aunque sus
objetivos últimos se encontraban muy apartados, sus caminos corrían paralelamente a
veces.
Pero ya era demasiado tarde. Fred Selfridge salió de la taberna, parpadeó bajo la luz
del sol, y vio a Burkhalter. El rostro delgado, de mejillas huecas del comerciante se
contrajo en una mueca amarga. La enmarañada malignidad de su pensamiento pareció ir
por delante de él a medida que avanzaba hacia Burkhalter, haciendo oscilar una mano
cerca del misericordia que colgaba de su cinturón.
Se detuvo delante de Burkhalter, impidiendo el paso del Calvo. Su mueca se
ensanchó.
Burkhalter se había detenido. Un pánico seco le atenazaba la garganta. Sentía miedo,
no por sí mismo, sino por su raza, y todos los Calvos de Sequoia lo sabían... y
observaban.
-Buenos días, Fred -dijo.
Selfridge no se había afeitado aquella mañana. Se llevó la mano a la mejilla barbuda y
dejó caer los párpados.
-Señor Burkhalter -dijo-. Cónsul Burkhalter. Es bueno que esta mañana recuerde usted
llevar su peluca. Los cabezas peladas se pueden constipar con facilidad.
Gana tiempo, le ordeno Duke Heath. Voy en seguida. Yo lo arreglaré.
-No he pulsado ningún hilo para conseguir este trabajo, Fred -dijo Burkhalter-. La
ciudad me ha nombrado cónsul. ¿Acaso puede culparme por eso?
-Usted sí tocó los hilos -dijo Selfridge-. Sé distinguir muy bien los chanchullos cuando
los veo. Fue usted maestro de escuela en Modoc, o en alguna aldea. ¿Qué demonios
sabe usted de los Marginados?
-No tanto como usted -admitió Burkhalter-. Es usted quien ha tenido la experiencia.
-Claro. Claro que la he tenido. Así es que se coge a un maestro a medio formar y se le
nombra cónsul para los Marginados. Un novato que ni siquiera sabe que entre esas
bestias hay tribus caníbales. He estado comerciando con los hombres de los bosques
desde hace treinta años, y sé muy bien cómo tratarlos. ¿Es que les va a contar bonitas
historias sacadas de sus libros?
-Haré lo que se me diga que haga. Yo no soy el jefe.
-No. Pero quizá lo sean sus amigos. ¡Relaciones! Si yo hubiera tenido las mismas
relaciones que usted, estaría tranquilamente sentado, como usted, consiguiendo buenos
méritos por el mismo trabajo. Sólo que yo haría ese trabajo mejor... mucho mejor. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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