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mango de su
yatagán, y el cobre restalla, produciendo un sonido metálico y
misterioso,
que se pierde vibrando con el rumor de las olas. Un momento
transcurre; y
el solitario aparece. -Elegido del Grande Espíritu -exclama al
verle el
caudillo, inclinando la frente-, que el enojo de Schiven no se
amontone
sobre tu cabeza, como las brumas en las cimas de los montes. -
Hijo de
mortales -replica el anciano sin responder a la salutación-, ¿
qué me
quieres?
XII
-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un crimen, un crimen
horroroso,
cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano
consulté a
los adivinos de Brahma; las penitencias que me impusieron han
sido
inútiles; el remordimiento vive aún en mi corazón; el fantasma
de la
víctima me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de mi
cuerpo, el
rumor de mis pasos. Tú, a quien los dioses se dignan visitar;
tú, que lees
el porvenir en los astros y en las arenas que arrastran los
ríos, dime:
¿cuándo quedará lavada mi alma de este crimen? -Cuando la
sangre que
mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya desaparecido -
exclama el
terrible brahmín lanzando una mirada de indignación al
príncipe, que
permanece aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del
solitario.
XIII
¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su
estupor. -No te
conozco, pero sé quién eres, -¿Quién soy? -El matador de
Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como
herido de un
rayo, y el brahmín prosigue de este modo: -En la pasada noche,
cuando el
sueño había descendido sobre los párpados de los mortales, yo
velaba. Un
sordo rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada,
rumor confuso
como el hervidero de cien legiones de abejas; una manga de aire
frío y
silencioso vino de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó
con las
puntas de sus húmedas alas mi frente. A su contacto, mis
nervios saltaron
y se heló el tuétano de mis huesos; aquel soplo era el aliento
de Vichenú.
Poco después sentí su diestra tan pesada como un mundo
descansar sobre mi
hombro en tanto que me contaba al oído tu historia.
XIV
-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de
expiarlo y
hacer que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue:
-¡Qué! ¿Mi
sangre toda no podrá borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy
corta tu vida
para expiar este delito, y Schiven está airado, porque has
hecho uso de
tus facultades para la destrucción, obra que a él sólo está
encomendada.
-Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me
protegerá
contra su hermano. Penetremos en la gruta sagrada. -¿Has
ayunado las tres
lunas? -Sí. -¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -
Sí. -¿Has
dejado de cazar durante nueve días? -También. -Entonces,
sígueme.
Algunos momentos después de este corto diálogo, sus
interlocutores se
hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.
XV
Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición
guarda una idea
confusa, y el príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente
de sierpes
monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del
torrente, para
aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y
fantásticos; de
conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol
y los
montes se estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan
espantosos,
que la sangre se helaba al escucharlos.
XVI
Las palabras del dios se guardan y son éstas: -Asesino
marcado por
Schiven con un sello de eterna infamia, sólo existe una
penitencia con que
puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del Ganges, a
través de los
pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus
fuentes. El
remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la
cordillera
del Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él,
lava tus
manos en el más escondido de los manantiales, y a la hora en
que el
valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el discurso de tu
peregrinación
no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la
sangre
desaparecerá de tus manos.
XVII
¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado
de abedul y
que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente
ataviada,
sale por una de las puertas de Kattak al mismo tiempo que la
luna se
desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli,
magnífico
rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los
astros
luminosos.
Canto tercero
I
Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado
a sus
espaldas las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han
visto a
Bertares, célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el
sagrado río
que divide al Indostán del imperio de los Birmanes. Como las
creaciones de
una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por
sus
templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la ciudad que
tejió un velo
para el santuario de los dioses con las trenzas de ébano de sus
vírgenes;
Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros detienen a
las nubes en
su vuelo.
II
También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos
plátanos de
Dheli, concha que guarda a la perla de los reyes, presentando
una ofrenda
de miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que
debe su
nombre a las caravanas de peregrinos que de todos los puntos de
la India
acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los
bosques y las
arenas del Océano.
III
Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su
alcázar; pero
¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques
que les han
prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El
Kiangar, conocido
por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente
arrastra oro
bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads,
bosques
sombrios donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia;
Labore, la
madre de los guerreros; Cachemira, la virgen de los siete
chales de
amianto, y cien y cien otros países, ciudades, bosques,
torrentes, ríos y
montañas, que hasta llegar a las cordilleras del Himalaya,
extienden sobre
las inmensas llanuras de la India.
IV
Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más
terrible de
las pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar,
llamado así
no tanto por los árboles que produce, de los que se extrae este
licor,
como por las amarguras que padecen los infelices que se ven en
la
necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo
erizan,
llevando a Siannah sobre sus espaldas.
V
El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra;
los viajeros,
fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río
a cuya
fuente se aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les
presta su
sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros; entre las
brumas del
lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y empinado
sobre sus
cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas sobre medio
mundo.
VI
Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que
crecen entre
los juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El
bulbul,
sobre las rarnas de un penachudo talipot, entona un canto
melancólico y
suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan las arenas
cruzan
diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con
ropajes de
oro y azul, de crespón y esmeraldas.
VII
Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de
refrescar sus
labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan
su sed en
las cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las
orillas un
ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de una tórtola.
Al
agradable son de las aguas y de las hojas que se agitan como
abanicos de
esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en dulces coloquios y
con esa
especie de satisfacción con que se menciona el peligro pasado,
las mil
aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación, los
países que [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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